Hace un mes, me entrevistaron en una conocida revista de arquitectura y me preguntaron por el arquitecto que más había influido en mi vida.
En un principio vinieron a mi cabeza las grandes figuras de la arquitectura moderna internacional (Mies, Wright, Le Corbusier, Aalto, Khan…), también aquellos más próximos que desde su capacidad individual supieron crear una arquitectura de vanguardia en una España de dictadura cerrada al mundo: Alejandro de la Sota, Oiza, Carvajal, Fisac y aquellos arquitectos “de moda” que a los estudiantes de los años 90 nos fascinaban como Ando, Escarpa, Siza, Piano, Foster, Koolhaas…
Pero la realidad es que era alguien mucho más cercano; la persona que realmente marcó, no solo mi vida profesional desde el principio sino también a ver la vida desde otro prisma, fue José Luis Bilbao, fundador de Estudio b76 y mi mentor en esta maravillosa y compleja profesión.
Jose Luis Bilbao comenzó la carrera de arquitecto también en la ETSAM en los años 60 pero nunca terminó. Su condición de bon vivant no le convertía en el mejor alumno para una carrera cargada de sacrificio, pero sus dotes creativas, de dibujo y sobre todo su espíritu de empresario, heredado de su padre, le inspiraron para crear la academia de arquitectura más prestigiosa de Madrid, la IB67, que como su propio lema decía: “IB67, donde de cada 6 aprueban 7”.
Por sus aulas de dibujo y posteriormente de Cálculo y Álgebra pasaron prácticamente todos los arquitectos de su generación y los de la mía, yo mismo entre ellos.
Nueve años después, en 1976, Jose Luis fundó su estudio de decoración en un piso de la Avenida de General Perón: Estudio b76.
Fue José Luis quien desde mi tierna adolescencia, inspiró en mi las ganas de ser arquitecto.
Los Bilbao eran vecinos de mi familia en el 32 de la calle Órense de Madrid. Nosotros en la planta cuarta, ellos en la tercera.
Desde mi perspectiva infantil, no lograba entender porque la casa de los Bilbao era diferente a la de mis papás. Entrar en la casa de los Bilbao era como viajar al futuro, aquella distribución sin pasillos, con tabiques curvos, con librerías diseñadas, con mobiliario de Saarinen o Colombo, todo en blanco: moqueta, paredes, mobiliario, no tenía nada que ver con la casa en la que me crié un piso más arriba.
La casa de los Bilbao no era únicamente diferente por su distribución, acabados o diseño, representaba otra forma de entender la vida más libre, más moderna, más flexible, más cómoda.
Un día le dije al papá de mi amigo: “Sr. Bilbao, yo quiero hacer casas como la vuestra”. Él me respondió que si quería ser arquitecto, debía comenzar por dibujar como los ángeles y que para eso tenía que iniciar mi formación ya, sin demora, en su academia, la IB67.
Allí, a mis 15 años, me dirigí ese mismo viernes. Me recibieron con cariño en una antigua casa de la Glorieta de Ruiz Giménez, entre caballetes y vaciados de escayola: pies, manos, el Torso Belvedere o la Venus de Milo y rodeado de muchachotes universitarios que desde mi perspectiva escolar me parecían mucho mayores de lo que realmente eran.
Me enseñaron cual era mi puesto y equiparon mi caballete con un papel Ingres y carboncillo. Ese día tocaba modelo, desconocía por completo qué era “pintar modelo”. Una señora guapa, descalza y cubierta tan solo por una bata blanca, recorrió la sala hasta un pequeño pedestal al que se subió. Inmediatamente la bata se deslizó hasta el suelo y su cuerpo desnudó se mostró en plenitud. A mí, el carboncillo se me cayó.
Excuso decir que después de aquello no falte ni un solo viernes a las clases de modelo. Aquella bella mujer no volvió nunca más; muchachos escuálidos, mujeres y hombres gordos y algún anciano fueron los modelos que acompañaron aquel año de formación, pero la ilusión de volver a ver a mi musa desnuda nunca la perdí y aquello probablemente me ayudó a que las asignaturas gráficas de la carrera nunca fueran un problema para mi. José Luis, fue el culpable de iniciarme de tan dulce manera.
En 1997, terminada la carrera, me presenté en el despacho de José Luis Bilbao, ofreciendo mis servicios como arquitecto. Él, sorprendido, me preguntó porqué quería comenzar a trabajar en un estudio de interiorismo, habiendo terminado una carrera tan difícil y ambiciosa como arquitectura, porqué no marchar al extranjero y trabajar en algún gran estudio internacional. Mi respuesta fue que prefería ser “cabeza de ratón a cola de león”.
Me gustaba la forma en la que Bilbao entendía su estudio de interiorismo, donde a diferencia de los despachos de arquitectura, se ofrecía a los clientes un servicio de proyecto y obra llave en mano; aprendí que un estudio es también un negocio y que éste debe dar un beneficio a fin de año.
Me gustaba la escala 1/1 con la que trabajábamos, los detalles de mobiliario o carpinterías, el contacto directo con los industriales, con los materiales, con los textiles. Textura y color, lenguaje propio del decorador, completaban mi formación espacial, volumétrica y tecnológica con la que como arquitecto me había formado.
José Luis era elegante y a la vez atrevido, vanguardista y clásico al mismo tiempo.
Siempre impecable, con sus camisas a medida y sus chaquetas de buen tejido y color luminoso de Fashionable.
En las visitas de obra él y yo entrábamos juntos, hacíamos el mismo recorrido, yo salía blanco, de polvo y pintura, él impecable. Tan solo sus mocasines delataban de donde venía, al llegar al Mercedes, abría el maletero, sacaba un pequeño cepillito y en menos de un minuto, el “cuerpo del delito” desaparecía y el calzado volvía a relucir como al principio.
Para él, el lujo y la alegría de vivir era el color, no soportaba la tristeza y lo gris. Le gustaba la vida, adoraba la belleza, el rape de Gaztelupe y las cocochas y el rodaballo de Astillero. El pescado poco hecho, “al estilo Bilbao” le decía el metre.
Su forma de hacer arquitectura e interiorismo era puro reflejo de su propia forma de entender la vida: luz, color y belleza.
Mi agradecimiento a José Luis Bilbao, padre y mentor.